El bolero ha muerto. O casi. Quienes nos aferramos a él sabemos que su agonía ha sido larga, y quienes creen lo contrario dicen que exagero y que el bolero vivirá por siempre.
Lo cierto es que hace mucho tiempo está proscrito de las emisoras y, con excepción de algunos festivales que aún le rinden homenaje, ha perdido importantes espacios tanto en la radio como en la producción discográfica, con un agravante adicional: cada vez son menos los compositores dedicados al bolero y los intérpretes que se atreven a incursionar en el género. Que un artista los grabe es cada vez más una rareza.
Bien sé que esta mirada apocalíptica desdice mucho del bolero y que, más allá de su poca o nula participación en la industria musical, es un pedazo entrañable de la banda sonora de nuestras vidas, una suerte de cuna musical, una forma romántica de devolver el tiempo.
Al igual que la ranchera y el tango, el bolero es indestronable, y quizás no exista en el ámbito latinoamericano una forma poética y musical que le cante al amor (o al desamor) con tanta hondura y precisión.
El bolero es mucho más que música y, sin proponérselo, se convierte en un idioma que sublima y conjura los distintos matices de la condición humana; un verdadero “corruptor de mayores”, como bien lo bautizó César Pagano. Una canción tan fecunda que hasta se debe bailar.
En su libro Poesía en la canción popular latinoamericana, Darío Jaramillo Agudelo dice: “Este es un libro de poesía, sí, de una poesía subcultural, no reconocida como tal, sin duda emparentada con el canon literario –como trato de mostrarlo–, pero en todo caso forjadora de comportamientos y de modos de sentir que se esculpieron en el centro del alma de los habitantes de todo un continente”.
¿Por qué, si se trata de un patrimonio poético y musical de tanto arraigo, nos encontramos hoy con un bolero moribundo? No lo sé.
Pero, para no quedarse en lamentos y añoranzas, hay que buscarle la comba al palo y tratar de conectarlo nuevamente con su público y con jóvenes audiencias.
Por eso celebro la realización del primer festival ‘Bolero, contigo aprendí’, organizado por el Teatro Colsubsidio, al que fui convocado con la honrosa pero nada fácil tarea de escoger las voces cantantes.
El nombre del festival, idea de Paulo Sánchez, gerente del teatro, acierta por dos puntas: rinde homenaje a un tema emblemático de Armando Manzanero y reconoce que del bolero venimos, que con él crecimos y que de él “aprendimos” –en muchas formas– a ser lo que somos.
Al final, me decidí por cuatro artistas que a lo largo de sus carreras han acogido el bolero en sus repertorios, no con fugaz interés sino con oficio, regalándonos conciertos y grabaciones memorables. Por Cuba, donde nació esta bella canción, estarán Haydée Milanés e Ivette Cepeda; por Colombia, Claudia Gómez, y por Venezuela, Ofelia del Rosal. Cuatro voces femeninas, cuatro formas de sentir y cantar el bolero se unen en un mismo propósito: darle urgente respiración boca a boca que tanto necesita.
Ojalá que este festival (2 y 9 de mayo en Bogotá) despierte el entusiasmo de todos los públicos y un buen día podamos declarar no la muerte, sino el largo y melodioso renacer del bolero.