Todas las declaraciones empiezan prácticamente igual: «Andaba hacia una esquina cuando…” Jasmine Lashai Light (23 años), Travis Barksdale (25), Ervin Aull (47) … Según los relatos, todos caminaban hacia una esquina en su quehacer diario cuando una bala les atravesó la cabeza o les alcanzó el corazón o algún otro órgano vital dejándolos muertos sobre la acera a la espera de que un forense certificase lo obvio, que la capital de la nación contaba con un nuevo muerto. A mediados de agosto, Washington contabilizaba su homicidio número 100. Cuando faltan poco más de tres semanas para que acabe el año, la cifra se sitúa en 152, un 43% más alta que el año pasado. según cifras oficiales de la policía. Solo han subido los homicidios, el resto de los delitos (violaciones, asaltos, robos) han decaído.
Evarts Street NE está a poco más de cinco kilómetros de la Casa Blanca, donde duerme el presidente de Estados Unidos. Aquella calle del noreste de la ciudad pertenece al tristemente famoso Distrito 8, donde se concentra la violencia en los barrios al este de Anacostia. A principios de año, la policía aseguraba que la zona vivía bajo el estado de “emergencia» debido al crimen y reforzaba la seguridad enviando docenas de agentes y promovía la incautación de las armas de fuego ilegales. Cuando acababa agosto, el Departamento de Policía del Distrito de Columbia había retirado de las calles más de 1.000 pistolas. A día de hoy la cifra sobrepasa las 1.200.
Como en años pasados, las autoridades culpan a la proliferación de armas de fuego ilegales del alto número de homicidios. Esta violencia armada se ceba sobre los barrios más pobres y se convierte en epidemia. Pero esto no es Chicago. Esto no es Compton (sur de Los Ángeles). Este no es un lugar que se encuentre entre las 10 ciudades más peligrosas de Estados Unidos. “Es solo el Distrito 8”, informa con gesto desesperado Jesse Haynes. Es La capital de la nación y en ella muere gente casi a diario. A minutos en coche de la Casa Blanca.
Paseando por Benning Road NE todavía hay quien no esquiva las preguntas y se detiene para recordar el fin de semana que empezó el 21 de septiembre y que acabó con más de 20 personas heridas de bala, diez de las cuales acabarían siendo víctimas fatales. Damon Dickens, 23 años, estaba en la ciudad visitando a sus primos. Resultaba alcanzado de bala sobre las cuatro de la tarde cuando doblaba una esquina al salir de casa de su abuela. “No tiene sentido, la vida de tantos jóvenes, la de tanta gente, sus sueños, sus esperanzas, todos acabados antes de empezar”, expone Mildred Kutner, 53, que comparte su miedo sobre estar en la calle. No se trata de tiroteos que acaparen la atención de la opinión pública. No se hacen campañas para erradicarlos. Apenas se cuentan en los medios locales. Son muertos a cuentagotas que desangran una ciudad. “No es seguro, le puede pasar a cualquiera, es como vivir en una zona de guerra”, finaliza antes de seguir su camino.
El diario de la capital, The Washington Post, publicaba a principios de noviembre un reportaje con un título que no dejaba lugar ni para la confusión ni la tranquilidad de la señora Kutner. “Una masacre a cámara lenta: muerto a tiros a los 14 años, Steve Slaughter sucumbe al azote de la violencia armada de cada día” en Washington. Hay quien podría decir que el joven Slaughter se encontraba en el momento equivocado en el lugar equivocado cuando caía abatido después de un intento frustrado de robo a él y sus dos amigos. Slaighter salió a comprar golosinas en una pausa de una jornada maratoniana de playstation con sus colegas y nunca volvió a casa. Para Moms Demand Action, un grupo de madres que combate la violencia como si fuera una crisis de salud pública, esa expresión es errónea. “En realidad, lo que está en el lugar equivocado en nuestra comunidad son las armas obtenidas de forma ilegal”, aseveran.
Anthony Daniel Lawson, 24, muerto en el número 6200 de Eastern Avenue NE. Jaylyn Wheeler, 15, caía bajo las balas cuando regresaba a casa del instituto a la vuelta de la esquina. Makiyah Wilson, 10 años, abatida una noche de este verano cuando salió a comprar un helado. Taiyania Alliyah Thompson, 16 años, un disparo en la cabeza. Un día antes, un chaval de 12 años era afortunado y solo era herido en un tiroteo en el que se vio atrapado. Marquiawn Williams, 25, víctima mortal de la violencia armada a la ocho de la tarde de un lunes en el 1800 de Benning Road NE. Randall Francis, 20 años, muerto exactamente en el mismo lugar el pasado martes…
La mañana está fría en la esquina de la calle 14 con Good Hope Road SE (Calle de la Buena Esperanza, ironías tiene la vida con los nombres de las calles y los sucesos que acontecen en ellas). En ese lugar está el 7-Eleven en el que el joven Slaighter y sus dos amigos compraron por poco más de seis dólares cada uno una bebida y un paquete de gominolas o una bolsa de patatas, dependiendo de cada cual. El encargado de la tienda dice que él no estaba de turno aquel día. Sabe que pasó lo que pasó y sabe que tiene que vivir con ello. Que mañana le puede tocar a él. Porque no tiene sentido. Fuera del establecimiento, solo una mujer de mediana edad se para a hablar de lo sucedido. “Matan a nuestros hijos, a nuestros nietos y su único delito es estar en la calle”, dice. Asegura que el sonido de las balas en la noche se ha hecho rutina para sus oídos.
El jefe de la policía de Washington lleva repitiendo el mismo mantra desde mediados de año, cuando se hizo patente que los homicidios se habían disparado comparados con los sucedidos en 2017 (106 en total). “Atribuyo la mayor parte de la violencia que sufrimos a las armas ilegales que hay en la calle”, declara Peter Newsham cada vez que tiene que acudir a levantar acta de un nuevo tiroteo y nuevos cadáveres. “La ciudad se tiene que poner seria en cuanto a las armas de fuego”. “Ya es suficiente”, tuiteaba Muriel Bowser, la alcaldesa de la ciudad, tras la muerte de la pequeña Makiyah, quien salió de casa a por un helado una noche de verano y acabó a la vuelta de la esquina en una bolsa de plástico con destino a la morgue.