Se llama Yusaku Maezawa y hace unas semanas volvió a las primeras planas de los medios internacionales cuando anunció, en una rueda de prensa, que había comprado un viaje a la Luna en el cohete Falcon, del programa SpaceX, de Elon Musk.
Aunque no se reveló el valor de la transacción, The New Yorker estimó que pagará al rededor de 5000 millones de dólares por la travesía, a la que, según dijo, invitaría a ocho personas, la mayoría artistas reconocidos.
Nadie reparó demasiado en el hecho de que, según Forbes, el japonés de 42 años tiene una fortuna cercana a los 3000 millones de dólares. Quizá en el mundo de los millonarios y de la especulación, un desfase 2000 millones no signifique demasiado.
¿De dónde salió este hombre que exhibe descaradamente su fortuna y la gasta sin remordimientos? La primera vez que el mundo escuchó su nombre fue el año pasado, cuando pagó la bobadita de 110,5 millones por un cuadro del fallecido artista estadounidense Jean-Michel Basquiat, en una subasta de Sotheby’s. Y es que Maezawa es un declarado amante del arte que, además de su impresionante colección personal, tiene una fundación (Contemporary Art Foundation) y está construyendo un museo de arte contemporáneo que promete hacer palidecer a cualquiera ya existente.
Maezawa ha convertido su cuenta de instagram en el escaparate perfecto para mostrar sus logros.
Su fortuna, de hecho, nació con el arte. Empezó en 1995 con una empresa que importaba discos (es un aficionado al punk e incluso tocó en una banda) y los entregaba a través del correo postal. De ahí pasó a fundar Start Today, una compañía similar a Amazon que ofrecía todo tipo de productos en la web.
En ese punto se dio cuenta de que la parte más rentable del negocio era la ropa, y creó Zozotown, el catálogo de ropa on-line más grande de su país. Con estos emprendimientos empezó a cotizar en la Bolsa de Tokio en 2012.
No obstante su historia de éxito y de ser la versión millennial de ojos rasgados de Amancio Ortega, la verdadera pregunta que nadie se ha hecho es qué está tan mal en su vida para haber hecho del derroche publicitado su forma de felicidad.
Porque pensándolo bien, qué puede haber de divertido en el hecho de subirse a un cohete y jugarse la vida en el despegue o en el aterrizaje para ir a ver una gigantesca roca deshabitada y llena de polvo.
En la década de los cincuenta los pilotos más avezados de la Unión Soviética y de Estados Unidos tenían una razón de peso para hacerlo: demostrar que eran los mejores. Más de cinco décadas después, Maezawa debe tener, también, una razón de peso. ¿Un trauma familiar? ¿Una discapacidad vergonzosa? ¿Un problema sexual? Quizá se revele después de 2023, cuando regrese de su ridículo paseo.